domingo, 1 de febrero de 2009

Clandestino

Aunque delgada, Jazmín tiene bonitas piernas. Me gusta mirarle, me gusta verle siempre que puedo.

Almorzamos juntos cada cierto tiempo. Nunca planeamos nuestros encuentros. Solo el lugar y la hora están definidos.

Siempre es en el mismo restaurante, a las dos de la tarde con catorce minutos, cualquier día de la semana. Pero nunca nos esperamos, nunca sabemos que día irá el otro. No. Así lo hemos convenido, es nuestro juego, es nuestro encuentro aleatorio y fortuito.

La primera vez, hace varias semanas, fue que nos vimos. Se acercó a mi mesa y pidió sentarse en ella ya que no había otro lugar en donde acomodarse. Le dije que no había problema, que se siente. Y lo hizo. No hablamos nada. No teníamos por qué hacerlo. Nada nos vinculaba en aquella oportunidad, nada nos vincula ahora.

Hasta la siguiente semana en que, esa vez, fui yo quien se acercó.

Lo único que nos enteramos el uno del otro fue que el condimento de ese restaurante nos gustaba a ambos y por esa razón es que regresamos siempre.

Así fue que comenzamos a esperarnos.

Nunca hablamos de nada personal. Ni de trabajo, ni de familia, ni de amigos. Ni siquiera nos decimos la verdad sobre nuestras vidas. Solo estamos allí para mentirnos.

Cada vez que nos encontramos nos decimos mentiras, nos inventamos infinidad de historias que ninguno se preocupa por interpelar.

Como aquella vez que dijo ser madre de siete hijos, que estaba separada de su marido y que estaba en Lima visitando a su hermana, que siempre venía a visitarla cada cierto tiempo. O como aquella otra vez en que me contó que trabajaba bailando en un club nocturno y que se pagaba las clases del instituto de esa forma. También me contó, en otra ocasión, que en realidad era una hechicera, que era inmortal, que conocía tantos secretos que nunca le creería si me las contaba. Pero ¿qué creer?

Yo le contaba que había huido de casa, que casi no recordaba mi pasado, que no quería recordarlo, que prefería olvidarlo y que buscaba mi destino con una bella mujer que me ame desproporcionadamente. O le decía que pronto emprendería un viaje muy largo del que tal vez nunca regrese. O le decía que era un policía que estaba vigilando la casa de enfrente, pero que luego de conocerla mi misión había terminado y que aquel lugar me agradaba y por eso regresaba.

Quién sabe cuánto tiempo más pasó hasta que por fin, una tarde, nos cruzamos fuera del restaurante.

Jazmín vestía un pantalón marrón y una blusa blanca de mangas cortas. Nos quedamos mirando por varios segundos, siete o diez, no lo sé. No dijimos ninguna palabra. Solo nos quedamos parados en mitad de la calle, junto a un cajero automático dónde las personas se amontonabas para retirar dinero.

Le cogí la mano. Ella avanzó y nos abrazamos como dos viejos conocidos que se reencuentran, se reconocen y se extrañan, y se buscan.

Pero nosotros no nos buscamos, ni nos esperamos. Apenas nos mentimos clandestinamente. Apenas nos vemos en un antiguo restaurante donde los mozos ofrecen un mal servicio pero dónde la comida es buena.

Nos besamos como si fuésemos un par de amantes que aprovechan los pocos segundos que tienen libres, lejos de los ojos de las multitudes, envueltos en una multitud que nos les reconoce.

Y entonces algo sucedió.

La vida regresó a la normalidad. Nos separamos.

Dejamos de cruzarnos.

3 comentarios:

Soy ficción dijo...

Las mentiras pueden crear realidades muy sugerentes :)

Mariposa dijo...

jejejee pues a a veces estos son los vuelos que nos hacen libres =D! o soñadores, dependiendo ;)

Oye! claro que puedes, dado que siempre hablaremos de distintos herejes, el mìo nunca creyò en el amor que le tenia =) y dsde entonces se convirtio en mi pesadilla hereje xD!!
dejo beso y ojos, andarè por ac`pa a menudo vale? :D

Graciela Bello dijo...

Una bella historia y un final
triste pero verosímil: el vínculo no podía existir fuera de ese restaurant, ese era el límite.
Lo del encuentro casi por azar me recordó en algo a la pareja de Rayuela, inolvidable.
Encontré el blog algo renovado, felicitaciones.