jueves, 13 de octubre de 2011
pesadilla uno
sábado, 11 de septiembre de 2010
El auto rojo
Debería dormir. Lo sé. Debería olvidar, pero ahí habita su desolado corazón blandiéndose impertérrito.
Esa noche no durmió, sino que deambuló por las habitaciones oscuras, esperando que amaneciera, ¡Dios mío!, cuánto espero poder ver el solo luego de abrir las cortinas. Al fin, los párpados le pesaban y su cuerpo se recomponía de las heridas. La extrañaba demasiado; era lo más absurdo que había sentido jamás.
Ysabel le había enviado una colorida carta donde le recordaba aquella vez cuando terminaron en el Salmo, un simpático y divertido hotel cerca al centro de la ciudad. Habían amanecido desnudos y felices aquella mañana del 5 de abril de 1999. Octavio lo recordaba con mucha claridad, había sido la ocasión en que se habían jurado demasiado amor entonces, con tanto amor, ¿cómo habían llegado al ahora?, ninguno lo sabía, ya que, como suele ocurrir con este tipo de aventuras, ninguno se había propuesto demasiado y "míralos hija, seis años de enamorados... Son tal para cual hija, qué envidia... ", lo eran.
Octavio se aventuraba a ser poético y practicaba frases empalagosas que Ysabel pensaba provenían de los efectos de alguna bebida exótica y, ciertamente, alguna vez le miró con cierto recelo o, más bien, cuidado porque no esperaba el afecto que él le profesaba. Y su pasatiempo favorito fue: comprar dos botellas de vino, subir hasta el departamento de él, y dejar que el alcohol haga el resto.
"Me amas porque soy una loca", había intentado Ysabel en ser tan extrañamente expresiva como lo era Octavio con ella; sin embargo, a él le parecía que Ysabel era de todo, menos loca, lo cual no significa que fuese una mujer ordinaria, no, de ninguna manera. Ysabel era un ser humano bondadoso, una dama cariñosa y dedicada, de las pocas que aún persisten en estos tiempos tan acelerados; aun así, Ysabel resultaba un poco falta de detalles: lo contrario a Octavio, quien, más que detalloso y romántico, era irreverente y espontaneo; en más de una ocasión la sorprendió con largos paseos inauditos, extenuantes e intersantes, con él había conocido lugares que jamás hubiese imaginado que exisitian, y no hablamos aquí de bellos lugares, no, sino de toda clase de lugares, desde las callejuelas del mismo centro de lima a las dos de la madrugada, hasta el horrible parque del amor en barrando, pasando por los cerros de comas, restaurantes caros en san isidro, la playa de ancón o la playa de asia o la parada... En fin. "a veces quisiera ser buena gente", le decía él, "pero solo puedo seguir siendo yo mismo", terminada, desconcertándola demasiado.
"Hay hija... ", comenzaba Rebeca, su mejor amiga, "ese chico no te conviene, es de lo peor, sino, míralo nomás, esa cara que tiene, y además a los sitos que te lleva, ay, no hija, no me parece ah, te estás metiendo en problemas por andar con él...", Ysabel refutaba diciendo que era un buen muchacho, que siempre le había tratado bien, que le quería mucho porque siempre se lo demostraba, con cada uno de esos extravagantes detalles que él cuidadosamente preparaba "hay querida, el amor te ha vuelto cojuda o qué... dime pues, qué significa eso que te dijo la otra vez, eso de ser buena gente.. ah!, ay amiga, el flaco ese, oculta algo raro, no te fíes mucho de él, yo sé lo que te digo, por algo soy tu mejor amiga".
El trece de abril era su aniversario. El mes anterior no lo habían celebrado por diversos motivos, trabajo y otros compromisos que no pudieron eludir. Festejaban su primer encuentro en el Salmo. Cierto es que no había ocurrido nada que cualquier pareja hiciese a la dichosa edad de veintisiete años (ella) y veintisiete y medio (él). El mundo se abría delante de ellos magníficamente. Sin embargo, no se vaya a creer que todo era felicidad para la joven pareja de quienes ahora hablamos sin reparos. No. También había peleas, nada trascendental, les diré, pues de otra forma no habría nada que contar. Octavio le era fiel, más por indiferencia que por falta oportunidad, es decir, como todo buen macho latino (y eso de macho latino es una exageración, ya que los machos latinos no existen) podía haber salido con alguna de sus amigas, si así lo hubiese querido pero, como ya dijimos, Octavio era un tipo tan desinteresando de toda vida común y cotidiana; así, en lugar de salir un bar, a una discoteca o de patota con sus amigotes, prefería divagar, abstraerse y perder el tiempo con su amada Ysabel. Y así fue, ella confiaba en él, no ciegamente, sería insensato creerlo.
Además, los errores suelen ocurrir, lo mismo que los malos entendidos; "quién esa chica" le preguntó ella de sopetón, a lo que él respondió con la peor de las respuestas: "¿cuál chica...?", "no te hagas pues, la chica esa...", aun sorprendido y estúpidamente, Octavio volvió a interrogar: "¿quién...?". Es allí cuando los hombres reaccionamos, cuando es demasiado tarde, cuando nuestra adorada alma gemela es presa de quién sabe qué y te increpa quién sabe qué cosa. Y discutieron, él tratando de hablar, ella arremetiendo "no me mientas ah", "¿seguro?", "ya, ahora dime la verdad...". Luego de todo, las cosas se aclararon, pero al momento no había forma de hacerle entender que la persona de quien hablaban era la jefa de Octavio.
“León”, le decía ella a él; “leona”, le decía él a ella; “leoncito”, apuntaba con cariño, “mi leoncito”, y le acariciaba y se abrazaban, y se besaban, claro está, con pasión desmedida, y frente a mí, lo cual toleraba poco a falta de novia o amiga cariñosa. Diríase que Romeo y Julieta tenían poco que envidiarles.
El interior del auto olía mal. Un tío me había pedido el favor de transportarle mercadería; no era mucha la mercadería pero quitar el olor resultó muy difícil y, pese a los aromatizantes aun persistía, “ta mare George, limpia pe varón”, bromeaba Octavio desde el asiento trasero, a su lado Ysabel se doblaba de la risa, y de vergüenza ajena. “carajo, deja manejar oe”, le respondí, “y encima un carro rojo, carro de brócoli te compras”. Estábamos a solo diez minutos de nuestro destino, el auto avanzaba veloz y firme por la avenida, no había mucho tráfico. Octavio e Ysabel estaban un poco picados por el vino, pero felices, los veía por el retrovisor “ay George, no le hagas caso...” y luego se besan.
Y, como en las películas, no sé de dónde apareció o si realmente algo apareció, fue como si de pronto la velocidad dejará de existir, y el tiempo comenzará a dar brincos, como si no siguiera una trayectoria lineal, sino a los lados, luego hacia adelante, luego hacía atrás, incluso los sonidos dejaron de percibirse. Quedamos incrustados debajo de un camión que transportaba cemento para construcción; varios bomberos nos retiraron de debajo de los fierros retorcidos. Ysabel se llevó la peor parte. Octavio salió ileso y yo, demasiadas cortadas y contusiones.
Hace dos meses fue la última vez que vi a Octavio. La extraña demasiado, debería dormir, lo sé. Ahora comprendo que hay culpas que nunca deben olvidarse.
lunes, 31 de mayo de 2010
confia en mí
lunes, 19 de octubre de 2009
el almuerzo de hace cuatro dias, la casa de paula, la cama de rosmery, la tienda del señor julián. pienso.
debería emitirse un decreto que prohiba pensar cuando se está recostado bebiendo café y comiendo bizcochos.
por mucho que lo intento, no hay nadie con quien hablar, digo, hablar de verdad: caminar buscando un lugar, sentarse en una mesa, uno frente al otro, pedir algo de tomar, algún piqueo, abrir la boca y dejar que los sonidos distorsionen el aire provocado por las palabras, que éstas sean coherentes, que digan verdades, que no se cuestionen.
creer. pensar.
"el cielo está amarillo, dijo. no es verdad, le respondieron. pero al otro extremo de la mirada solo atinaba a gemir y a convencerse que no era un cielo amarillo, sino rojo. tan rojo como los copos de nieve; así lo había conocido desde muy pequeño, había visto (y sentido), como se abría el cielo sobre él y que desde lo profundo de sus entrañas le lanzaba el agua que pensaba era lo más hermoso que vería jamás. viviría miles de años con la sola excusa que volver a ver sangrar el cielo; pero ahora lo veía amarillo y ese color no le causaba ningún bienestar, sino todo lo contrario...."
recostado si, un poco muerto, un poco al lado izquierdo para evitar el dolor de la mano derecha. y soñar un poco en la posibilidad de hablar.
sábado, 10 de octubre de 2009
de mosa
Pero olvidé como hacerlo; dejé atrás aquellos cuestionamientos sobre saber o no saber si es importante lograrlo, ¿para qué sirve el saber si no hay necesidad de llorar a cualquier hora?
Entonces dejé de pensar en aquellos asuntos sobre ti y sobre mí, abandoné ese pensamiento en una noche de fango (aquella noche, ¿recuerdas?, cuando por culpa de la garúa se nos enlodaron los zapatos)
Aquellas eran historias para olvidar, para no volver a querer, porque lo que yo deseaba era no volver a llorar, dejar de encerrarme en un lugar y tenderme, y dejar que mi cabeza – y también mi corazón, porque es el corazón el único que me ha acompañado a todos lados – deambule entre penumbras azules y sollozos fucsias.
Y una tarde, hubiese dicho que la querría con todo el ser que aún quedaba de mí, pero J. odiaba las caricias, las flores y los chocolates. Y yo los adoraba, hubiese querido un beso de moza cada día, y le habría dado un beso con sabor a chocolate a cada instante.
lunes, 24 de agosto de 2009
Anteojos
Lo primero que viene a mi cabeza es que siempre he querido que me regalen un reloj, pero no cualquier reloj, no uno despertador, eso sería del peor gusto del mundo, sino uno de pulsera, de acero inoxidable, un reloj con agujas (aunque confieso que me cuesta leer las agujas de los relojes; siempre me descubro contando de cinco en cinco o recordando si la aguja corta es le minutero, el segundero o el horario), que tenga número romanos porque solo ellos sabrían dar la hora correcta, que sea un reloj grande (aunque yo soy flaco y pequeño por lo que se me vería como un si el reloj me llevase a mí y no al revés, en fin). Nunca me lo han dado, ni siquiera el ademan del obsequio, pero la esperanza es lo último que se pierde y por eso tengo fe.
Pero luego me volví un poco ambicioso y lo que quería era un reloj que también tenga cronómetro, pero no sé por qué ya que a pesar de que siempre estoy apurado y corriendo de un lugar a otro nunca o casi nunca veo la hora; que sea sumergible, aunque yo no sé nadar y las dos veces que lo intenté terminé semiinconsciente en la arena de la playa, socorrido por extraños. Solo tengo tres relojes en casa, uno es el de mesa, pero se cayó hace unos meses y aun no lo levanto de debajo de la cama, ha de estar conociendo el tiempo olvidado; el otro está en el celular, que siempre olvido sobre la mesa de la cocina o lo escondo en el bolsillo de mi casaca y casi nunca lo reviso, excepto cuando llaman y miro “pucha, llamó a las 20:14pm”, y luego tengo que hacer complejos cálculos matemáticos para saber qué hora era de verdad.
El otro reloj está en la PC, pero solo lo puedo ver cuando la enciendo, aunque en la PC puedo encontrar cosas más bonitas que mirar la hora.
En síntesis es raro que vea la hora o que me importe saberla, porque siempre sé que me he despertado a las 6:40am, que llegaré a la oficina a las 8:20am y que mi jefe llegará a las 9:06am, que el señor de las cobranzas caminara no más de diez minutos, que el día tiene 24 horas (aunque sabemos que eso no es cierto) y que el amor no tiene límites; intuición, dirán algunos, yo le digo casualidad.
Pero luego me di cuenta del fatal error que cometía, “oye”, gritaba la novia que por aquel entonces me traía descolocado “me desespera nunca saber la hora estado aquí contigo...”, yo le decía que duerma diez o quince minutos más, que todavía teníamos tiempo, que llegaríamos con anticipación, que la línea 35 pasaba cada 6.28 minutos y que lo semáforos del cruce de Rigoberto con Emancipación estaban descompuestos, que ganaríamos tiempo allí ; pero ella continuaba igual de desesperada que siempre y entonces, un día, le conté sobre el reloj de acero inoxidable que siempre había querido que me regalen, pero J. me dejó, no soportaba la incertidumbre (como ella le llamaba); entonces terminamos y no supe más de J., ni de sus ojos que habitaban detrás de los anteojos de marco grueso.
martes, 11 de agosto de 2009
letargo
entonces ¿de dónde proviene?
es que no llega nada a mi cabeza, por más que le vierto agua en ella. nada.
es una nada dolorosa.
hoy mismo, por ejemplo, estaba naufragando en la Junta, mientras los Grandes hablaban yo dibujaba conejos en los informes.
una terrible nada dolorosa como el aceite hirviendo sobre las cabezas de los gladiadores.
S. miraba por sobre las tazas de café.
(yo le odiaba y la dibujaba como un conejo gordo y torpe)
luego cerraba los ojos e intentaba imaginar como sería estar en la oscuridad; no me habrían permitido apagar las luces mientras los Grandes hablaban.
pero yo no sabía si odiarles o reirme.
entonces, esta nada crecía y mientras más tiempo transcurría, más le odiaba a S.
y la nada crecía, casi-casi, como en la historia sinfin.
miércoles, 29 de julio de 2009
juramentos
es decir, todavía caminábamos por las calles tomados de la mano, nos veíamos a escondidas, charlábamos por teléfono, nos decíamos que nos queríamos pero en realidad estábamos muertos.
y no lo sabíamos porque aún no terminaba de ocurrir lo que debía ocurrir.
es decir, el paso del tiempo.
¿acaso no lo dijo el poeta, qué todo aquello que ocurrió alguna vez (o que ocurrirá) sigue ocurriendo?
J vestía cada día un color diferente, un día rojo, otro azul oscuro, otro plomo, otro naranja, otro verde o fucsia, o cualquier otro color; yo, desde mi cama, la imaginaba desvestida mientras le escribía poemas, ninguno le entregaba, todos terminaban en la basura o incendiados.
la anciana mujer venía a verme cada mañana, me entregaba un plato con sopa y se iba, no nos decíamos palabras, éstas sobraban. pero a J, a J le inventaba montones de versos, pero ella no los leía. nunca los leería.
entonces pensaba en los colores que utilizaría J cada día. no le había visto desde hacía años (me había quedado ciego), pero todavía caminabamos tomados de las manos, nos veíamos a escondidas y charlábamos por teléfono.
estábamos muertos, lo juro.
martes, 14 de julio de 2009
objetos e ilusiones
fue imposible, no había nada que decir, ya todo estaba dicho.
habíamos terminado de hablar hacía horas, estábamos agotados por tantas frases sueltas; era como si las palabras aún flotaran en el aire, como si a cada inspiración nos tragásemos vocales y consonantes. sin embargo todavía había mucho que ocurrir.
y ocurrió.
serían las dos de la madrugada, sentía el cuerpo adormecido, estaba seguro de no estar durmiendo; mantenía los ojos cerrados y sentía a claudia recostaba a mi lado, escuchaba sus respiración y el balbuceo de algo que supuse era una oración.
claudia tenía el sueño ligero (demasiado ligero) así que tampoco dormía.
por ello fue tan sorpresivo.
abrí los ojos de pronto, claudia se había apostado a la ventana y con la mirada inquieta me invitaba a mirar. pero yo no miré.
había sido un grito el que nos levantó de golpe. y luego otro. y en seguida otras palabras. ya no había duda de nada, era cierto que las palabras estaban en el aire, flotando; no podíamos verlas pero si sentirlas, nosotros mismos no hablabamos, digo, no hablabamos como se conoce normalmente: abrir la boca, emitir sonidos que viejan al oido de la otra persona. no.
sentíamos las palabras en los objetos, en el aire, en nuestros cuerpos, en nuestras ropas, en el transcurrir del tiempo.
aún mantenía los ojos cerrados, claudia recostada al lado mío y respirando, o claudia mirado por la ventana, yo oponiéndome, inventándole un montón de excusas, todas absurdas, inverosímiles. las palabras flotaban en el aire y las respirábamos, y sin embargo aún quedaba mucho por decir, pero ya todo lo habíamos dicho.
lunes, 29 de junio de 2009
Paisaje
Mucha agua corre bajo el puente, por eso no siento deseos de escribir. Han transcurrido varias semanas y no he escrito algo medianamente aceptable (aceptable para mí)
Me he refugiado en mi cama; agotado, he faltado al trabajo tres días seguidos sin una excusa creíble, ahora mismo aprovecho el feriado largo y no tengo deseos de levantarme ni desabrigarme.
No tengo excusas para tanto desasosiego, no sé que me sucede. O tal vez si.
Creo que todo comenzó el jueves4 de junio 2009. Le había dicho a Claudia que volvería de la oficina tarde pues tendría una reunión bastante importante, y que no nos veríamos sino hasta dentro de dos días. Aquella reunión significaría puntos a favor para seguir ascendiendo como favorito para un cargo importante en la empresa. Demás está decir que la reunión fue interesante, acertamos con la presentación de nuestra estrategia de desarrollo y salvo pequeñas modificaciones, todo iba viento en popa.
Al final del día, caminé hasta el estacionamiento, no estaban los hombres de la vigilancia pero no me inquieté al respecto; quizá están metidos en una de las oficinas, pensé. Una mujer me llamó, estoy seguro que era mujer, escuché su voz de mujer y allí mismo cambio todo lo que conozco. Volteé y apenas distinguí una figura vestida de rojo. En ese instante un pesado sueño me invadió, intenté resistir pero fue imposible. (Cuento la historia tal como la viví y como la recuerdo).
Desperté con el aroma de las flores (en mi departamento no tengo espacio para un jardín, ¿cómo podía saber que ese aroma era de flores?, ni siquiera visito una parque hace años), estaba boca arriba, con los ojos cubriendo gran espacio, no podía mover los brazos ni las piernas, no había dolor en mi cuerpo pero si una extraña sensación de estar flotando. Mientras más abría los ojos, menos podía entender lo que sucedía, era como haber abierto uno de esos libros de magia y haber entrado en el. Mientras más abría los ojos, menos podía comprender lo que estaba sucediendo.
Pequeños hombrecillos jugaban sobre mí, los veía saltar y correr encima de mi cuerpo, disfrutando de un intenso día de campo junto a otros hombrecillos que vestían multicoloridos, todos ellos con los rostros felices, risueños; allí estaban los hombrecillos, indiferentes a mi presencia, como si yo mismo fuese parte del paisaje. Desesperado, intenté gritar, pero al abrir la boca se produjo un ruido simpático y en seguida los árboles se agitaron y las hojas secas cayeron por el campo y lo único que provoqué fue que los pequeños hombres alzaran los brazos en señal de algarabía, ¿qué está sucediendo a mi alrededor?, ¿qué es este lugar?
Sin embargo, el aroma a flores me desbordaba, se trataba de un aroma agradable y reconfortante, me sentía elevado, si el paraíso existe, ese debe ser; y allí estaba, sobre lo que había sido mi brazo florecían arbustos de diferentes colores y olores esparciendo su aroma mágico hasta mi nariz invadiéndome y llenándome de paz . Cada cierto tiempo, los hombrecillos caminaban hasta el lugar de las flores, cogían una para luego regresar y obsequiarla a una bella dama, tan pequeña como ellos.
Hacía arriba no solo revoloteaban las aves, sino pequeñas hadas resplandecientes quienes se extasiaban jugando entre las ramas de altos árboles, cogían entre sus manitos las gotas que el rocío había desparramado en la mañana y las arrojaban sobre los pequeños hombrecillos que descasaban en la grama, luego reían pese el enojo de éstos, pero, ¡ay!, tercas, volvían a la carga una y otra vez.
Ello provocó que los hombrecillos (de quienes luego descubrí que su raza era el de los Elementales) lanzaran gritos estridentes que las hadas no podían soportar provocando que se cubran las orejillas, entonces cargaban otras gotas de rocío y las arrojaban sobre los hombrecillos que gritaban con mayor fuerza y estridencia. De no haber sido por un inmenso búho que apareció sobrevolando las copas de los árboles y que se posó en lo alto de una rama y habló con voz de Sabio, quizá habrían terminado en una pelea innecesaria.
- Hermanos – dijo – hermanas – no hay necesidad que trataros mal unos a otros. Este mundo es grande – Y me miró.
Fue todo cuanto le escuché hablar.
Al abrir los ojos conducía semidormido por una larga avenida.
Comprendo lo inverosímil de esta historia, yo mismo no lo creo y me siento sobrepasado por tener que exponerla de esta manera; entonces la razón de no sentir deseos de escribir es simple, luego de haber vivido aquella experiencia, díganme ¿qué puedo escribir ahora? Mucha agua corre bajo el puente y quizá sea apenas el comienzo.
viernes, 19 de junio de 2009
Visiones
domingo, 17 de mayo de 2009
monstruos bellos como sonrisas
En esta ocasión había escogido el día de la madre para hacerlo, específicamente nos había dejado un día antes. Despertamos temprano en la mañana, fuimos a su habitación para saludarla y en su lugar encontramos una nota:
Hijos míos, esposo,
Lo quiero, y lo último que deseo es que sufran por culpa mía.
No se preocupen por mí, estaré bien; solo piensen que se trata de una viaje largo y que pensaré en ustedes a cada momento, porque son lo más importante para mi.
Pero quiero que entiendan que esto es algo que debo hacer, de otra manera me volveré loca.
Los adora.
Mamá
Sus cartas anteriores habían sido similares. Decía que no quería hacerlo y que nos adoraba, pero de todas formas se había ido. Nunca hemos sabido dónde o con quién o dónde estaba o qué hacía.
En ocasiones anteriores, cuando había regresado, mi padre y nosotros la habíamos perdonado luego de varios días de discusiones. Mi padre al menos, la quiere demasiado.
La primera vez que nos dejó yo aun no había nacido. Me contaron que cuando mi madre se embarazó de mi no supo qué hacer, no le dijo a mi padre y huyó de casa. Al cabo de dos semanas regresó, pidió perdón a mi padre, a sus padres y a los padres de mi padre, estos últimos estuvieron molestísimos y no quisieron saber nada de ella, pero a mi padre no le importó y le perdonó. Yo nací y unos meses después se casaron.
Mi madre escribía versos hermosos que yo leí apenas de grande. Tenía un cuaderno rojo donde apuntaba todo lo que pensaba; la mayoría de ellos fueron destruidos por ella misma, tampoco sabemos por qué lo hizo. Solo se conservaron algunos apuntes sueltos que ahora guardo con mucha reserva.
Mi madre, cuando hablaba de ella misma decía había sido poeta, así, en pasado, tampoco daba explicaciones al respecto.
Nosotros, que no entendíamos nada de poesía nos interesaba poco saber sobre aquello, y quizá por eso mi madre se sentía tan sola. Mi padre hacía lo impensable para alegrarla, pero éramos conscientes que cada día mi madre perdía el control de sí misma. La veíamos sentada mirando por la ventana ensimismada y ante el menor ruido gritar exaltada por interrumpirla.
A veces nos provocaba miedo y otras, lástima. Nunca sabíamos que hacer o cómo comportarnos. Generalmente preferíamos evadirla; pero no el día de la madre o en su cumpleaños. Visiblemente hacía un esfuerzo por ser atenta y ejemplar.
Sobre tu piel,
huesos que adorar.
Bajo tu cama,
monstruos bellos como sonrisas
Recuerdo demasiado ese verso.
Mi madre regresó cuatro días antes de Navidad. Sonó el timbre, eran las dos de la madrugada, nuestro perro ladró pero en seguida comenzó aullar. Cuando escuché por segunda vez el timbre me levanté, bajé las escaleras y cuando llegué a la sala, mi padre y mi madre se abrazaban; mi madre sollozaba y mi padre le hablaba bajito, no sé qué le dijo pero cuando dio la vuela me pidió que prepare una taza de leche caliente. Lo hice y regresé a mi casa.
Los días continuaron como siempre habían sido: mi madre mirando por la ventana, ensimismada, nosotros obviando que era capaz de expresar con palabras sus sentimientos, pero ya no escribía más, y mi padre, amándola incondicionalmente.