sábado, 4 de abril de 2009

Paz

La última vez que dormí tranquilo, sin ese horrible dolor dentro de los huesos y sin ese calor pegajoso que todo lo ahoga, fue una noche en que no dormí en casa.

 

No suelo dormir fuera de casa. De dondequiera que esté siempre regreso a casa, así sea muy tarde, y me recuesto con la ropa para dormir aunque sea por cinco minutos; luego me levanto, desayuno y continúo con mi vida.

 

Decía, aquella última vez, no dormí en casa, y apenas si dormí. Pasé la noche en una habitación mucho más grande que la mía, con una compañía que, en ese momento, se me antojó perfecta. Solo nos recostamos y hablamos abrazados sobre el frío de esa noche y de cómo iba cambiando el clima, oímos a los pandilleros enfrascarse en una pelea mortal y, luego, las sirenas de los patrulleros acercándose, el reventar de las balas y los gritos de algunas mujeres. Luego se fueron. Silencio.

 

Cinco días después, aquella relación había terminado. Solo había soportado la minúscula suma de veintisiete días. No quedó nada, ni siquiera una despedida.

 

Patéticamente, dejé de creer hasta en lo más elemental de la vida, "pero, no seas gil, seguro era una loca, estoy segura que era una loca..." me decía una buena amiga a la que poco le creí y de quién me alejé por motivos qué no vienen a cuento.

 

Sin embargo, esa infame noche, allí mismo, descubrí la verdad sobre mí. El destino me había abierto los ojos y se había trazado sin que lo advirtiese; de pronto, todo estaba demasiado claro; tanto, que me costaría demasiado explicárselos. La verdad incólume se había revelado ante mí y se abría como una flor joven y bella.

 

Muchos años después, hoy, precisamente ahora, aquella claridad continúa vigente, nada la ha opacado, nada ha hecho que se desvanezca y, al contrario, poseo muchas más certezas que desde aquella noche silenciosa. Y de aquella persona que se cruzó en mi vida, no quedó más que el tenue susurro de su recuerdo.

 

Vida. Si.

 

Ahora estoy más vivo que nunca, mucho más cuerdo y sensato, mucho más lleno de interminables situaciones a las que podría nombrar como “infelizmente felices", como las que ahora me provoca  J.

 

J. es alta y delgada, de ojos serenos y manos firmes, el cabello naranja y el aura de un hada; el solo hecho de atravesarse delante de mí es suficiente para estremecerme y hacerme girar la vista hacía donde ella camina. La busco y la espero. Y nada nos une. Hablamos dos o tres palabras sin significado, algunas quejas sobre nuestras labores y obligaciones diarias, algunas frases partidas por la mitad y uno que otro paseo por las calles calurosas. Le pregunto si hoy será el día en que podré verla, "hoy no puedo pues, pero mañana si... te lo prometo...", me miente indistintamente a cualquier hora del día. Pero ese mañana nunca llega porque siempre existen ocupaciones mucho más urgentes y más inmediatas.

 

Lo que sea que haya dentro de mi -en el fondo de mi ser- se hincha de esperanza, el solo hecho de pensar que mañana podría ser un mejor día me anima y puedo respirar un poco más, inflar los pulmones, abrir la boca y decirle que la esperaré, que siempre la esperaré, así otras mujeres se crucen en mi vida y J. se dedique a romper muchos más corazones, yo la esperaré. “Los corazones sirven para romperse”, pienso, “pero no se puede romper lo que ya está roto...” concluyo.

 

Algunas noches logro dormir unas horas, otras, apenas unos minutos, pero ya no importa. Igual la quiero, incomprensiblemente la quiero, descabelladamente la quiero.

1 comentario:

Gittana dijo...

Y no sería mejor dormir acompañado siempre????